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La Ninfa, exhibición en Ensenada, Baja California.

EL ÚLTIMO LECTOR

RAEL SALVADOR

“No siempre los versos revelan el mundo que los ojos ven”. Antonio Colinas.



El alma de los muertos resucita en el espíritu de las palabras.


Y las palabras, arcones del espíritu, guardan en su pulsión vital un despliegue de imágenes -galería para la disertación- donde se observa, al igual que un calendario de “almas vivas”, la voluntad de un pueblo que, supurando los orígenes como volcanes descriptivos, establece el imaginario de un tiempo y de una noción: la del eterno retorno.


Ante las vicisitudes de aparecer y ser, la fotógrafa Dolores Medel (Veracruz, 1982) reconfigura la cartografía de la esencia virgen, núbil, de adolescencia precolombina -oscilaciones de una espiral convertida en pirámide- y nos ofrece la brillantez de un alto destilado de emociones humanas.

Sábanas en el río, piedras en la cama: desnudez de elementos, imágenes que entrelazan levedad y consistencia. Es el agua elaborando sus propios plurales, como un sanguínea luz que tiembla.


Ellas aparecen, se ausentan: nómada es su visita, haciendo mítica su presencia, sobre todo en los lugares donde lo maravilloso del misterio rehace sus imágenes.


Las fotografías de Dolores Medel, en el silencio azul de los verdes, surgen de la mitología histórica, de la raíz navegante de las ninfas, las nereidas y las dríadas… de esa extensión juvenil de un repertorio griego de bellezas.


El mestizaje es un lenguaje óptimo para rendir culto a lo que se mezcla con el tiempo. El mito, más allá de la congelación de sus tratados, determina la participación de los elementos, al igual que la espuma de la muerte purifica las culpas de la afonía, la ceguera y lo inaudible, y se convierte en un bálsamo de cristal compuesto de un ojo y recuerdos.


En Medel, el Sol de la infancia reencuentra la metáfora que extiende sus mil brazos desde el árbol de la vida, y va -montada en su arca de ramajes y miradas- de lo ordinario a lo milagroso, de lo pasajero a lo ritual, de lo que puede parecernos banal a lo extraordinario.


Lo visible es la luz convertida en narración, un mundo que abandona la crisálida de la palabra -dicha en la piel o trazada en la sensualidad líquida- para volver a ser imagen, símbolo, mayéutica, es decir: alumbramiento, transmutación expansiva.


¿Del sánscrito, del arameo, del náhuatl o del maya? Poco importa.

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